¡Qué horror! Vaya manera de terminar el mes. Desperté pensando en la cantidad estúpidad de cosas que debía hacer, pero todo indica que me quede justamente en eso: pensando. Parecía que pintaba para bien porque después de llevar a la niña al colegio me invitó mi marido a desayunar bastante rico.
Al llegar a casa traía las pilas muy arriba, porque hoy me entregaron mi refrigerador nuevo y tenía que hacer espacio: quitar el viejo, limpiar ese espacio que ninguna escoba puede penetrar pero que sorprendentemente guarda un sinnúmero de pelusa, juguetes, insectos muertos, cabellos, aretes, etcétera; preparé la comida; limpié el resto de la casa; lavé la ropa, agarré una maldita araña peluda camuflajeada en las pinzas; y llegó la hora de ir al colegio.
¡En verdad qué es increible la de cosas que suceden en un par de minutos!
No tenía gasolina de modo que tomé otra ruta, normalmente libre, para quedar atorada en el tráfico (Ley de Murphy). Logré entrar con el suspiro a la gasolinería, esperar mi turno, preguntar si aceptaban pago con tarjeta, esperar la hora para cobro con tarjeta, el cual era a partir de las dos, ver el tráfico cada vez más intenso, observar cómo atendían a otros y ¡voila! Mi turno. Un algo me dijo saca la tarjeta de una vez y ¡Taraaa! No cargué mi monedero, entonces a pitar para que el Sr. sacara la manguera y poder regresar a mi casa.
Atorada en el tráfico, sin gasolina y con un reloj que me marcaba cada vez más cerca la hora de salida de mi chamaquita. Regresó una vez más a la casa, cojó el monedero, voy de nueva cuenta a la gas, pagué y tráfico, marcó a la escuela y no contestan. ¡A correr se ha dicho!
En fin la recogí más o menos en tiempo (aún no cobraban el extra), mi hija se hizo pipí en el carro, a mi comida le faltó sal, hoy no gasté dinero en alguna chuchería, me duele la cabeza, la enorme araña se fue al terreno de enfrente, mis perras apestan horrible, creo que las tortugas me odian, mi gata solo se levanta para cambiar de habitación y seguir durmiendo, mi carro huele a mezcla de comida con orín, sol y cigarro y, una vez más, mi cabeza me estalla.
Lo mejor de todo: yo no tengo problemas; pero qué tal el michoacanazo, esa sí es una pésima manera de cerrar el mes, una administración y uno de los tantos líos sin resolver. O Chihuahua, Veracruz, Chiapas y Oaxaca, por mencionar sólo algunos de los estados donde verdaderamente se los está cargando la jodedera.
¡Aún me duele mi cabeza!
Cierto cuenta cuentos
jueves, 30 de septiembre de 2010
miércoles, 29 de septiembre de 2010
Letra manuscrita
Hoy día se me sigue complicando la lectura de la letra manuscrita, aunque no tanto como cuando pequeña mi madre escribía algún recado con dicha letra y yo como un analfabeta no tenía ni la menor idea de lo que quería decir.
¿Qué cambió? YO tuve que enseñar (y aprender) a mi hija a trazar semejantes letras una y otra vez, sigo sin poder hacerlas correctamente pero al menos ya puedo leerla. Supongo que pasa lo mismo con las ideas revolucionarias por una parte y por otra las optimistas que escucho a diario en las noticias respecto a la situación actual de mi país. Es verdad que México es un pandemonium y requiere urgentemente una limpia, pero también es cierto que es un país divino que ofrece mil y un esenarios maravillosos (apesar de las sequías y lluvias torrenciales y otros catástofes naturales) que dan alimento a quien los mira.
Me parece que el único defecto de México es que está plagado de "mexicanos" sin amor propio. Lo único que me queda es seguir intentando la letra manuscrita a lado de mi hija para que yo deje de ser menos analfabeta y ella logre tener bonita letra.
¿Qué cambió? YO tuve que enseñar (y aprender) a mi hija a trazar semejantes letras una y otra vez, sigo sin poder hacerlas correctamente pero al menos ya puedo leerla. Supongo que pasa lo mismo con las ideas revolucionarias por una parte y por otra las optimistas que escucho a diario en las noticias respecto a la situación actual de mi país. Es verdad que México es un pandemonium y requiere urgentemente una limpia, pero también es cierto que es un país divino que ofrece mil y un esenarios maravillosos (apesar de las sequías y lluvias torrenciales y otros catástofes naturales) que dan alimento a quien los mira.
Me parece que el único defecto de México es que está plagado de "mexicanos" sin amor propio. Lo único que me queda es seguir intentando la letra manuscrita a lado de mi hija para que yo deje de ser menos analfabeta y ella logre tener bonita letra.
jueves, 23 de septiembre de 2010
La tarea
¿Quién iba a imaginar que se pudiera extrañar hacer tarea? Cada tarde, después de comer, junto a mi hija me siento para verla hacer su tarea. Va en primer año por lo que aún me quedan bastantes años para ayudarla con absoluta seguridad y conocimiento de causa. Me encanta leer sus anotaciones y revisar sus libros, así como también me cuesta trabajo creer que ella dilata en hacer sus deberes por simple desgano y falta de interés por aprender, pero luego me acuerdo de mi madre, mirándome con sus ojos furiosos y torciendo la boca hasta llevarla a la nuca para regresarla al momento de abrir sus fauces y escupir lenguas de fuego; bueno así la veía yo mientras me regañaba por la misma razón.
Luego, entonces, me pregunto si todos los niños de todas las generaciones (muy pasadas, pasadas y presentes) sufriran el mismo desgano y desinterés o está generación, en particular, la lleva recargada. Me he dado cuenta que hoy día los niños dicen demasiado rápido y sin respirar "que flojera, estoy aburrido"; antes podías decirlo pero la mente ya estaba trabajando en mil cosas por hacer y al decir "estoy aburrido" era porque equis actividad ya había durado más de lo habitual. Ahora no es así; por primera vez creo que es válido usar la frase "En mis tiempos todo era diferente".
Los amigos, los videojuegos y el internet no son una diversión, representan un "me entretengo, porque no hay más que hacer"; después de reponerte ante semejante respuesta preguntas "¿Y qué te gustaría hacer?", "Pues, no sé. Estoy aburrido y tengo un poco de flojera". ¡Qué les pasa!, o qué les hicimos para que vieran el gran abanico de posibilidades existentes reducido a internet (twitter, facebook, ipod, iphone y anexas) o televisión (wii, nintendo o xbox 360, modelos recientes porfis).
No sólo nos estamos acabando el mundo, ecológicamente hablando; no nos basta con estar mal y de malas; con hacer guerras con los vecinos, familiares, heterosexuales, homosexuales, judíos, cristianos, mormones, católicos, musulmanes, amarillos, negros o cafés, testigos, menonitas y largos etcéteras; tampoco nos importa meternos hasta por los ojos varitas de incienso, traficar con cualquier clase de animal, persona u objeto, y mucho menos practicar con singular alegría y en aras de la libertad perversas y enfermas acciones sexuales; pagamos por ver retratada la "realidad agresiva" y le llamamos "entretenimiento"; nos callamos todo lo anterior y en el peor de los escenarios hablamos de ellos con voz aflijida pero sacando del ombligo pelusillas.
¿Por qué nadie quiere ponerse de acuerdo para exigir mejores empleados, entiéndase gobernadores, o bien, los mismos gobernadores pero que ordenen todo el desmadre? Que le pongan un lugar a cada cosa y nombre a cada acción, acaso no se trataba de eso la escuela: de enseñarte a ordenar, a clasificar y a conocer las cosas por su nombre para poderlas entender; no tenías que aprenderte de memoria la historia para mejorar tu futuro y no cometer los mismos errores. En fin, que esperar de la educación si le hacen reformas cada ciclo escolar que ni ellos mismos entienden.
Después de todo cómo pretendo que los niños de esta generación tengan ganas y ánimo, si ni yo las tengo. Mi única esperanza es que al crecer mi hija pueda decir "Extraño hacer tarea".
lunes, 20 de septiembre de 2010
Después de la fiesta, la cruda...
Después de tantos días de "descanso", de por fin mirar el espectáculo del Bicentenario, de leer en la red mil y un comentarios al respecto, de oír las noticias de que Veracruz se ahoga y de que no para los muertos de una guerra sin pies ni cabeza, uno al final agradece a Dios que esto se repetirá en los próximos 200 años, algo que por fortuna no voy a miar.
No estoy diciendo que estuvo horrible, por el contrario, se nota en verdad que tuvieron el buen tino de acudir con los asesores de Disney para crearnos un espectáculo de primera. Simplemente me parece que ese dinero debió emplearse en Veracruz, Tabasco, Nuevo León y Puebla, entre otras entidades, para que después no tuviera que salir nuestro amado Presidente de México a cuadro a decirnos que deberíamos tener la misma actitud servil del '85. ¿Acaso nosotros no pagamos la mega fiesta del Bicentenario y aportamos dinero y donamos víveres para cada desastre?
Ya no sé qué es mejor, si seguir aquel viejo consejo que el sabio Vicente Fox dijo una vez "La ignorancia te hace feliz"; o bien, comenzar a politizarte en un México donde reina la ley de los cangrejos en la cubeta. No se trata de cambiar tal o cual ley, ni siquiera de decir si tal o cual valor debemos impulsar, simplemente se trata de seguir la ley y los valores al pie de la letra sin excepciones. ¿Qué tan difícil puede ser? Creo que bastante.
Sólo se necesita mirar un día, desde que al cinco para ya me cerraron la escuela la madre trepa al chamaco a la camioneta y sale echando bala y camioneta a quién sea, llámese carriola con bebé, carro o ciclista. Se estaciona en doble fila, echa comadreo con las otras mamas (mientras pitan los otros vehículos porque hay un estorbo) y luego sube a la camioneta y sin espejear la avienta para pasar primero. ¿No es eso todos los días y en todos los ámbitos?
Ninguno consideramos al prójimo, aunque en la iglesia digamos lo contrario.
Cómo educar, si nuestro ejemplo cotidiano es completamente opuesto al verbo.
¿Será, después de todo, que el ignorante vive feliz?
martes, 14 de septiembre de 2010
jueves, 9 de septiembre de 2010
MISCELANEA
¡Pásele, güerita, qué va a llevar! Tenemos de todo, desde lágrimas de felicidad hasta frascos de bilis concentrada.
¡JA!, reja y doblemente ¡ja! Unos dicen que la vida es como la montaña rusa, vas de volada subiendo y bajando. Yo creo que es peor que una montaña rusa porque de menos ahí sabes si subes o bajas.
Desperté de buen humor con las tonteras que decían los locutores de noticias, como no queriendo la cosa te van soltando la sarta de sanguinarias novedades y exabruptos políticos para después adentrarte en el ya clásico y muy esperado tráfico. Sobreviví una mañana más. El día pasó muy normal, con detalles, nada para incomodarse.
La tarde pintaba para el disfrute, cuando recibí una "novedad" más que perturbadora: LLEGO MI RECIBO DE LUZ. Eso sí da escalofríos. Altísimo. No es posible que una casa normal, común y corriente pague más de tres mil pesos y una oficina con miles de herramientas y demás tan sólo trescientos. NO ES POSIBLE. Obviamente enfurecí, llamé, discutí, derramé bilis y al final colgué para quedar exactamente igual, sin solución y con mi recibo de tres mil pesos que urge pagar. Bueno, no quedé igual, me salió una arruga más.
Sólo en México.
martes, 7 de septiembre de 2010
Duendes Malditos
¿Porqué nadie me lo dijo? Se podría decir que mi madre me lo advirtió: más como una esperanza, deseo o venganza que como una etiqueta de "peligro". También podría decir que una compañera del trabajo me advirtió cuando me ofreció una nutrida explicación lógica, física y social para el término de "Duendes Malditos". De ahí en fuera todos y todas, libros, televisión y radio, T O D O S, ninguno sin excepción, me adviertió de los miles de pesos que gastaría en aspirinas (por aquello del dolor de cabeza) y en un paliativo (café, cigarros, chocolates y mugre y media que se aparezca) con tal de no comértela viva.
¿De qué hablo? De ser madre de una niña en la actualidad. Los libros están atestados de bellas, dulces y mágicas imágenes de madres sonriendo de oreja a oreja sosteniendo una dulce, bien portada y bien vestida niña que abraza delicadamente a su madre, tanto revistas como libros lo hacen con singular desempacho. El problema es que uno ve eso y también lo quiere.
Resultado. En ningún artículo o libro te dicen cómo prepararte para recibir a tu hija cuando sale del colegio con las coletas completamente desechas (como si mil gatos la hubieran atacado), la ropa como si se hubiera dedicado a limpiar el piso del patio y salones y sin el abrazo delicado a mamá y sin ganas de reír o platicar su día; es decir, sale una niña de verdad. Una niña sana que se divirtió en grande todo el tiempo olvidando por entero que a la escuela también se va a estudiar o a aprender, mejor dicho ambas.
Cuando mi compañera del trabajo me preguntó "¿Qué es?" y le contesté con una sonrisa de revista "¡Niña!", me miró con cara de "Pobre mujer" y luego agregó "¡Ah!, un duende maldito". Mis ojos se abrieron grandes como platos y llegó la explicación: En realidad son duendes malditos disfrazados de niñas que vienen a nuestra vida para complicarla toda. Son chismosas, fantasiosas, mentirosas, manipuladoras, caprichosas, habladoras, chillonas, competitivas y, por si eso fuera poco, luchan todo el tiempo por conseguir el cariño y la atención de tu pareja en el momento que estás con ella. Es decir, son mujeres, pero en chiquito, son unos duendes que todo lo consiguen.
Se podría decir que es mentira, exageraciones y hasta se podría sentir cierto desagrado o enojo por tal definición, pero para qué negar lo que es verdad. Duele, mucho, pero es verdad. También tienen sus encantos, pero de eso ya se ha hablado y discutido mucho en libros, revistas y foros sobre la igualdad de género y otras parecidas, pero también es cierto que poco se ha dicho sobre lo complejo de algunas cosas como por ejemplo: qué hacer para educar a un niño de verdad, con sentimientos y pensamientos individuales que buscan desde siempre un "Yo soy así...", qué hacer para que un niño ponga atención en clases y deje de hablar con el compañerito, qué hacer para que coma con la boca cerrada, qué hacer para que solito vaya por su libros y haga la tarea sin que debas repertirlo 20 veces y podría seguir enumerando mil acciones más (porque las hacen por segundo) y que como madre de niño o niña se deben resolver conforme salen y te agarra la paciencia.
Al principio mencione sobre ser madre de una niña en la actualidad porque, según mis oídos, hoy día las niñas están particularmente revolucionadas y aceleradas, incluso más que los niños. ¿Será? Al menos de las que sé, sí, incluyendo la mía. Mi madre goza a diario mis peripecias y lo único que atina a decirme es "Tú me sacaste las canas verdes hasta la adolescencia, espérate y verás cómo te va a ir. Todo se paga, nomás acuérdate". Quizá tenga razón, pero la diferencia de la relación mi madre-yo a yo-mi hija radica en que apesar de pelear todo el día al final, antes de acostarla, nos damos un abrazo enorme en el que seguramente perdere algún día mi cabeza o el cuello y nos decimos Te Amo.
Eso tampoco te lo dicen.
lunes, 6 de septiembre de 2010
Leo y Lulú
El camello. El jorobado. El gallo. A pesar del cálido y brillante amanecer que invitaba a desperezarse al aire libre, la torpeza, las fuerzas guangas y el fulgor apagado de Lulú sólo le permitieron arrastrar sus pies hasta el café más cercano. No había razón alguna para ello, tan sólo tuvo mal tino. Era uno de esos días que se antojaban para tocar base y ser un simple espectador. Uno de esos días para contabilizar todo lo pasado o presente y dentro, muy dentro de Lulú, empeñarse en haber vivido otras mil vidas por simple placer. Sentada cómodamente en la silla de mimbre del jardín barajaba las cartas de una lotería olvidada por algún chiquillo. Tampoco importaba entender lo que miraba con exactitud porque ella estaba esperando la llegada de alguien; era un día para no definir y para disfrutar. Por esos presentimientos en días así sabía que no tardaría, después de tanto tiempo se verían las caras, se conocerían y hablarían el mismo idioma.
A Lulú le habría gustado que para el encuentro anónimo el día se hubiera presentado nublado y lluvioso porque si resultaba bien, el clima crearía un espacio idealista; si salía mal, tendría un porqué para echarle la culpa. Una ardilla pasó veloz cerca de sus pies hacia el árbol que le daba una deliciosa sombra, mientras su estómago una vez más le avisaba de cosas sin sentido. Pidió un desayuno ligero para apaciguarlo, para entretenerlo en lo que llegaba su cita. La rana. El tecolote. El pavo real. Igual que este animal Lulú se había pavoneado con el pecho erguido y la cabeza en alto durante la noche de la fiesta de aniversario del trabajo. El alacrán. Esperaba que no fuera eso su cita. El valiente. “Se requieren agallas para comprar o rentar casas. En la actualidad los avisos de ocasión deberían tener esa leyenda, aunque sea con letras pequeñas.” –pensó Lulú. No había sido una labor sencilla y sin mayor trascendencia cuando cambió de residencia, ahí comenzaron sus pesadillas: sueños espantosos donde su estómago le exigía cuidados y atenciones obsesivas. En una de sus tragedias oníricas ella entraba a una casa enorme y lujosa pero absolutamente mugrosa, el sonriente vendedor, con la misma voz de su estómago, le dijo “Se habrá de andar a la caza de un hogar con mucho tiento; no vaya ser el diablo y hasta el pellejo se pierda.”, al tiempo que ésta se transformaba en un horrible y gigantesco gusano que la tragaba, la mayoría de sus sueños terminaban de la misma manera: devorada por algún anélido.
El león. Tardó más de lo que Lulú presintió pero Leo llegó, se sentó y habló primero. Cuando él entraba a una casa pronto debía abandonarla; básicamente no encontraba una que diera el ancho a sus necesidades primarias. Ya sabía que en cuanto comenzaba la picazón debía salir disparado sin más trámite aguardando el momento, o la esperanza, de que un día aparecería ante sí el ansiado nido. En fin era cuestión de paciencia, misma que a Leo le sobraba, como la de un buen cazador que aguarda a su distraída presa. El venado. Lulú seguía manipulando las pequeñas cartas de lotería como si no le interesara nada, distraída. A diferencia de él, para Lulú la vida pasaba rápida y vertiginosa, por eso era tan importante esa cita donde reinaba la sensación de vivir en cámara lenta, definitivamente algo nuevo e inusitado. El hogar no había sido tan importante, como tampoco el detenerse a meditar o, por lo menos, a imaginar lo que necesitaba al siguiente instante, incluso al ir perdiendo ciertas facultades cotidianas le pesaba mucho parar. Ella nada más vivía el momento.
Lulú tenía pocos días sin poder conciliar un placido, reparador y continuo sueño; su cuerpo y sus ojos lo deseaban tanto pero ella sólo atinaba ayudarse con el clásico vaso de leche tibia y un baño de hojas de lechuga: la dejaban somnolienta pero al acostarse con los ojos bien apretados su cuerpo no paraba de rodar por toda la cama. Algunas veces la comida tampoco le caía bien, lograba mantenerlo un par de minutos dentro para luego expulsarlo en un rápido estallido. Desde el amanecer hasta el anochecer un punzante y nervioso dolor en el estómago le reclamaba atención. A cada momento le dictaba “Es ahora, alerta”, mas nada extraordinario sucedía al finalizar la jornada; hasta en su casa le gritaba con fuerza “Mantente alerta, ya está aquí”. Ahora no importaba tanto, consiguió detener el tiempo un día. Un día de esos para consumirse sin hacer ni pensar nada. El oso, un día para invernar.
El ferrocarril. Leo, armado de paciencia, encontró por fin un hogar cálido y confortable. Para cuando la picazón inició él ya estaba perfectamente instalado, de manera que en vez de huir como tantas veces luchó por su espacio. En esta ocasión la diferencia se marcó suave y delicada, fácil para seguir ganando territorio a pesar de sus exacerbados vecinos. Él contó con el apoyo débil y complaciente de un casero que le permitió tirar aquello que le desagradaba. Para Leo no existían los días o las noches, siempre estaba trabajando en su Hogar. Cuando entró su espacio era pequeño, muy pronto comenzó a expandirse y a fusionarse en él. Leo se encajaba y esperaba la calma mientras se desarrollaba hasta quedar descubierto y una vez más se encajaba y esperaba.
El nopal. Antes de ir al trabajo Lulú solía hacer dos horas de ejercicio en el gimnasio para mantenerse en forma, después sólo para hallar el agotamiento necesario. Trabajaba en una tienda departamental a veinte minutos de su casa en carro, obligándose a cambiar de rutina caminaba una hora de trayecto para distraerse. Ni así conseguía la suficiente extenuación mental y emocional para caer rendida a los brazos de Morfeo. Solía pasar frente a una farmacia sin considerar necesario recurrir a ella. Ya comenzaba a notarse demacrada, más delgada de lo acostumbrado, distraída, irritable y algunas veces ausente. El apache. La desesperación más que la fatiga hizo que comprara una prueba de embarazo y un frasco de pasiflora, ambos remedios le arrojaron un resultado negativo. “Entonces, Lulú, ¿qué razón te mantiene alerta de esa forma tan desgastante?” –se preguntaba.
El barril. No había más por hacer en el universo de Leo, todo se resumía en enterrarse, esperar y crecer una y otra vez. Al principio sentía fuertes y bruscos movimientos, no le molestaban porque le ayudaban a camuflar sus pausados y espaciados estados de avance. En un dar tiempo al tiempo se encontró con la gratísima sorpresa de haber logrado el dominio entero del piso donde inició --El elefante--, su cada vez rechoncho cuerpo lo cubría por completo: “Nadie en la familia lo ha hecho de este tamaño.” –se ufanaba Leo. La estrella. Definitivamente no daría marcha atrás; de él podría decirse que era ignorante pero su tesón por generar un nido lo convertía en un estratega de primer nivel, más si su prioridad eran sus hijos.
La chalupa, El borracho y La luna. Lulú vivía sola en un departamento. Ocasionalmente su amante la visitaba –cuando conseguía separarse de su esposa e hijos--; los fines de semana se divertía con amigos después de estar parada muchas horas arreglando y vendiendo lencería; y en su día de descanso, los lunes, visitaba a sus familiares en las afueras de la ciudad. Pero nada de eso era para preocuparse o para que su estómago estallara en zozobras tormentosas. Sin importarle donde estuviera éste nunca la dejaba en paz. El médico del trabajo le había dicho que todo estaba bien. Lulú ya empezaba a acostumbrarse, tanto así que por un tiempo logró nulificar las tontas advertencias de su panza, pero ésta encontró nuevas maneras de alterarla y llevarla hasta la paranoia.
Su cada vez acelerado crecimiento y desarrollo le dieron un respiro para disfrutar en familia; sus hijos, igualmente lentos, aprendían de Leo a sobrevivir y a dominar lo ya conquistado, pequeños pininos de entrenamiento. La bandera. Por un tiempo tuvieron la oportunidad de ir y venir dentro del campo sometido, de regar la semilla para futuras generaciones. Entre más vencido se encontraba el territorio, más perseguía y deseaba, avanzaba ya sin tanto miramiento y sin tanta espera. La palma y El negrito. En cierta forma la familia de Leo se benefició de una rutina simple y común: ellos disfrutaban de aquello que la cabeza de la familia les proveía.
El perico, El pescado y La sirena. Tanto éxito jamás imaginado cambió a Leo inesperadamente: antes paciente y torpe, ahora ágil y voraz; un extremista sin conciencia que con ataques directos consumía rápido sin mostrar pena por los daños provocados, el reposo y la espera las dejo para los inexpertos. Aquel cálido y confortable Hogar se había convertido en un campo de batalla sin cuartel que estaba dispuesto a poseer hasta sus últimas consecuencias. Leo consideró que había llegado el momento de abandonar el campamento para una ofensiva frontal.
Lulú cortó su relación con Alberto pensando que quizá una sospechosa y recelosa esposa había mandando a alguien para seguirla y tomarle fotografías. El cirquero. Dejó de abrir las cortinas de su apartamento y de prender las luces cuando llegaba por la noche: en la entrada puso una vela para alumbrarse débilmente. También abandonó el gimnasio, a diario caminaba por diferentes calles usando gabardina y lentes anchos siempre vigilando por encima de su hombro, mientras tanto su alarmado estómago seguía con más fuerza reclamándole atención “Ya viene, está por llegar”. El payaso. La dama. Un punzante dolor se clavó indefinidamente en la boca del estómago provocándole asco y mareo y pesados y permanentes calambres en las extremidades que le obligaron a quedarse recluida en casa.
La garza. El caballo. Un Leo intolerante ante cualquier brusco movimiento terminó por manejar la situación a placer y conveniencia. En su mira sólo encontraba enemigos que debía destruir para evitar ser despojado de su espacio, en la ceguera comió a sus hijos y a otros familiares que ya se habían unido a su batalla. Lulú vendió su auto, cortó los servicios de teléfono, luz y gas, también olvidó a sus amistades y familiares. Únicamente vivía para escuchar a su estómago que impertinente y caprichoso cada día le exigía dar un poco más. Leo fue más allá, subyugó a su inútil casero convirtiéndolo en su marioneta. Esclavo y autómata seguía las indicaciones: “come, ve al baño, abre la boca, vomita; siéntate; báñate; siéntate; ve al baño, abre la boca y vomita”. Así se le iba el día entero. Si por algún motivo se le ocurría dormir recibía fuertes descargas eléctricas en el abdomen seguidas de “Ya llegó, viene por ti. Cuidado”.
El sol. Lulú ya no dormía ni se movía, nada más tomaba agua y comía muy poco. Lulú moriría mientras Leo, de un tamaño inverosímil, se engolosinaba, se enamoraba y entablaba una relación estrecha con la conciencia planeando su futuro cercano. El cupido. La corona. El corazón de Lulú dio señales de vida, golpeó tan fuerte contra su pecho que la despertó bañada en sudor. “Otra pesadilla. Otro día”—pensó ella. Todo en su casa estaba igual: luz, agua caliente, gas y teléfono. Se fue al gimnasio por dos horas, como siempre, tomó el auto y en veinte minutos llegó a su trabajo. No había cansancio ni alarmas estomacales, incluso Alberto le llamó como siempre. Al terminar su jornada una amiga le regaló unas fotografías de la fiesta de aniversario.
La muerte y El diablo. La vista llorosa de Lulú observaba espejismos. El sudor, los golpes del corazón y la respiración ahogada de la noche anterior regresaron mientras intentaba desesperadamente llegar al árbol lleno de vida y de sombra que esperaba a un lado de la silla de mimbre del hermoso jardín. No soñaba, no se sabía dormida, sin embargo deseaba tanto tener un poco de abrigo y un abrazo de frescura y olvido cuando sus manos secas y rasposas tocaron su cabeza plana a modo de cinta, formada únicamente por pequeñas ventosas y una corona doble de ganchos, sin rasgos definidos, sin ojos ni un solo cabello; Lulú se sabía de color amarillo con varios segmentos de hermafrodita. Lentamente dejó de apreciarse cuando un canto proveniente del árbol la llamó. Lo siguió como autómata mientras su cuerpo se contorneaba delicadamente en la silla y su mente se aferraba a los recuerdos. La fría soledad le acompañaba, le negó un abrazo pero la cobijaba sin dolor. Un rayo de luz apareció para platicarle de nubes y olores dulces, de ríos escondidos donde solía nadar de adolescente, de niños cantando rondas y de madres arrullando bebés. Lulú moja sus recuerdos para saborear el momento.
Creía conocer el final de la historia tan trillada. Desesperada gritó y sus palabras se ahogaron en una risa loca pero sin mucha vida. Sentía, pensaba, estaba viva. “¡No mires más la fotografía que sólo es una fantasía, destrúyela, aún no estoy muerta!”—le imploraba Lulú. Leo comió un bocado más del fresco desayuno para calmarla, mientras pacientemente veía la fotografía de la fiesta donde él sostenía en su mano izquierda la última carta de la lotería: La serpiente.
A Lulú le habría gustado que para el encuentro anónimo el día se hubiera presentado nublado y lluvioso porque si resultaba bien, el clima crearía un espacio idealista; si salía mal, tendría un porqué para echarle la culpa. Una ardilla pasó veloz cerca de sus pies hacia el árbol que le daba una deliciosa sombra, mientras su estómago una vez más le avisaba de cosas sin sentido. Pidió un desayuno ligero para apaciguarlo, para entretenerlo en lo que llegaba su cita. La rana. El tecolote. El pavo real. Igual que este animal Lulú se había pavoneado con el pecho erguido y la cabeza en alto durante la noche de la fiesta de aniversario del trabajo. El alacrán. Esperaba que no fuera eso su cita. El valiente. “Se requieren agallas para comprar o rentar casas. En la actualidad los avisos de ocasión deberían tener esa leyenda, aunque sea con letras pequeñas.” –pensó Lulú. No había sido una labor sencilla y sin mayor trascendencia cuando cambió de residencia, ahí comenzaron sus pesadillas: sueños espantosos donde su estómago le exigía cuidados y atenciones obsesivas. En una de sus tragedias oníricas ella entraba a una casa enorme y lujosa pero absolutamente mugrosa, el sonriente vendedor, con la misma voz de su estómago, le dijo “Se habrá de andar a la caza de un hogar con mucho tiento; no vaya ser el diablo y hasta el pellejo se pierda.”, al tiempo que ésta se transformaba en un horrible y gigantesco gusano que la tragaba, la mayoría de sus sueños terminaban de la misma manera: devorada por algún anélido.
El león. Tardó más de lo que Lulú presintió pero Leo llegó, se sentó y habló primero. Cuando él entraba a una casa pronto debía abandonarla; básicamente no encontraba una que diera el ancho a sus necesidades primarias. Ya sabía que en cuanto comenzaba la picazón debía salir disparado sin más trámite aguardando el momento, o la esperanza, de que un día aparecería ante sí el ansiado nido. En fin era cuestión de paciencia, misma que a Leo le sobraba, como la de un buen cazador que aguarda a su distraída presa. El venado. Lulú seguía manipulando las pequeñas cartas de lotería como si no le interesara nada, distraída. A diferencia de él, para Lulú la vida pasaba rápida y vertiginosa, por eso era tan importante esa cita donde reinaba la sensación de vivir en cámara lenta, definitivamente algo nuevo e inusitado. El hogar no había sido tan importante, como tampoco el detenerse a meditar o, por lo menos, a imaginar lo que necesitaba al siguiente instante, incluso al ir perdiendo ciertas facultades cotidianas le pesaba mucho parar. Ella nada más vivía el momento.
Lulú tenía pocos días sin poder conciliar un placido, reparador y continuo sueño; su cuerpo y sus ojos lo deseaban tanto pero ella sólo atinaba ayudarse con el clásico vaso de leche tibia y un baño de hojas de lechuga: la dejaban somnolienta pero al acostarse con los ojos bien apretados su cuerpo no paraba de rodar por toda la cama. Algunas veces la comida tampoco le caía bien, lograba mantenerlo un par de minutos dentro para luego expulsarlo en un rápido estallido. Desde el amanecer hasta el anochecer un punzante y nervioso dolor en el estómago le reclamaba atención. A cada momento le dictaba “Es ahora, alerta”, mas nada extraordinario sucedía al finalizar la jornada; hasta en su casa le gritaba con fuerza “Mantente alerta, ya está aquí”. Ahora no importaba tanto, consiguió detener el tiempo un día. Un día de esos para consumirse sin hacer ni pensar nada. El oso, un día para invernar.
El ferrocarril. Leo, armado de paciencia, encontró por fin un hogar cálido y confortable. Para cuando la picazón inició él ya estaba perfectamente instalado, de manera que en vez de huir como tantas veces luchó por su espacio. En esta ocasión la diferencia se marcó suave y delicada, fácil para seguir ganando territorio a pesar de sus exacerbados vecinos. Él contó con el apoyo débil y complaciente de un casero que le permitió tirar aquello que le desagradaba. Para Leo no existían los días o las noches, siempre estaba trabajando en su Hogar. Cuando entró su espacio era pequeño, muy pronto comenzó a expandirse y a fusionarse en él. Leo se encajaba y esperaba la calma mientras se desarrollaba hasta quedar descubierto y una vez más se encajaba y esperaba.
El nopal. Antes de ir al trabajo Lulú solía hacer dos horas de ejercicio en el gimnasio para mantenerse en forma, después sólo para hallar el agotamiento necesario. Trabajaba en una tienda departamental a veinte minutos de su casa en carro, obligándose a cambiar de rutina caminaba una hora de trayecto para distraerse. Ni así conseguía la suficiente extenuación mental y emocional para caer rendida a los brazos de Morfeo. Solía pasar frente a una farmacia sin considerar necesario recurrir a ella. Ya comenzaba a notarse demacrada, más delgada de lo acostumbrado, distraída, irritable y algunas veces ausente. El apache. La desesperación más que la fatiga hizo que comprara una prueba de embarazo y un frasco de pasiflora, ambos remedios le arrojaron un resultado negativo. “Entonces, Lulú, ¿qué razón te mantiene alerta de esa forma tan desgastante?” –se preguntaba.
El barril. No había más por hacer en el universo de Leo, todo se resumía en enterrarse, esperar y crecer una y otra vez. Al principio sentía fuertes y bruscos movimientos, no le molestaban porque le ayudaban a camuflar sus pausados y espaciados estados de avance. En un dar tiempo al tiempo se encontró con la gratísima sorpresa de haber logrado el dominio entero del piso donde inició --El elefante--, su cada vez rechoncho cuerpo lo cubría por completo: “Nadie en la familia lo ha hecho de este tamaño.” –se ufanaba Leo. La estrella. Definitivamente no daría marcha atrás; de él podría decirse que era ignorante pero su tesón por generar un nido lo convertía en un estratega de primer nivel, más si su prioridad eran sus hijos.
La chalupa, El borracho y La luna. Lulú vivía sola en un departamento. Ocasionalmente su amante la visitaba –cuando conseguía separarse de su esposa e hijos--; los fines de semana se divertía con amigos después de estar parada muchas horas arreglando y vendiendo lencería; y en su día de descanso, los lunes, visitaba a sus familiares en las afueras de la ciudad. Pero nada de eso era para preocuparse o para que su estómago estallara en zozobras tormentosas. Sin importarle donde estuviera éste nunca la dejaba en paz. El médico del trabajo le había dicho que todo estaba bien. Lulú ya empezaba a acostumbrarse, tanto así que por un tiempo logró nulificar las tontas advertencias de su panza, pero ésta encontró nuevas maneras de alterarla y llevarla hasta la paranoia.
Su cada vez acelerado crecimiento y desarrollo le dieron un respiro para disfrutar en familia; sus hijos, igualmente lentos, aprendían de Leo a sobrevivir y a dominar lo ya conquistado, pequeños pininos de entrenamiento. La bandera. Por un tiempo tuvieron la oportunidad de ir y venir dentro del campo sometido, de regar la semilla para futuras generaciones. Entre más vencido se encontraba el territorio, más perseguía y deseaba, avanzaba ya sin tanto miramiento y sin tanta espera. La palma y El negrito. En cierta forma la familia de Leo se benefició de una rutina simple y común: ellos disfrutaban de aquello que la cabeza de la familia les proveía.
El perico, El pescado y La sirena. Tanto éxito jamás imaginado cambió a Leo inesperadamente: antes paciente y torpe, ahora ágil y voraz; un extremista sin conciencia que con ataques directos consumía rápido sin mostrar pena por los daños provocados, el reposo y la espera las dejo para los inexpertos. Aquel cálido y confortable Hogar se había convertido en un campo de batalla sin cuartel que estaba dispuesto a poseer hasta sus últimas consecuencias. Leo consideró que había llegado el momento de abandonar el campamento para una ofensiva frontal.
Lulú cortó su relación con Alberto pensando que quizá una sospechosa y recelosa esposa había mandando a alguien para seguirla y tomarle fotografías. El cirquero. Dejó de abrir las cortinas de su apartamento y de prender las luces cuando llegaba por la noche: en la entrada puso una vela para alumbrarse débilmente. También abandonó el gimnasio, a diario caminaba por diferentes calles usando gabardina y lentes anchos siempre vigilando por encima de su hombro, mientras tanto su alarmado estómago seguía con más fuerza reclamándole atención “Ya viene, está por llegar”. El payaso. La dama. Un punzante dolor se clavó indefinidamente en la boca del estómago provocándole asco y mareo y pesados y permanentes calambres en las extremidades que le obligaron a quedarse recluida en casa.
La garza. El caballo. Un Leo intolerante ante cualquier brusco movimiento terminó por manejar la situación a placer y conveniencia. En su mira sólo encontraba enemigos que debía destruir para evitar ser despojado de su espacio, en la ceguera comió a sus hijos y a otros familiares que ya se habían unido a su batalla. Lulú vendió su auto, cortó los servicios de teléfono, luz y gas, también olvidó a sus amistades y familiares. Únicamente vivía para escuchar a su estómago que impertinente y caprichoso cada día le exigía dar un poco más. Leo fue más allá, subyugó a su inútil casero convirtiéndolo en su marioneta. Esclavo y autómata seguía las indicaciones: “come, ve al baño, abre la boca, vomita; siéntate; báñate; siéntate; ve al baño, abre la boca y vomita”. Así se le iba el día entero. Si por algún motivo se le ocurría dormir recibía fuertes descargas eléctricas en el abdomen seguidas de “Ya llegó, viene por ti. Cuidado”.
El sol. Lulú ya no dormía ni se movía, nada más tomaba agua y comía muy poco. Lulú moriría mientras Leo, de un tamaño inverosímil, se engolosinaba, se enamoraba y entablaba una relación estrecha con la conciencia planeando su futuro cercano. El cupido. La corona. El corazón de Lulú dio señales de vida, golpeó tan fuerte contra su pecho que la despertó bañada en sudor. “Otra pesadilla. Otro día”—pensó ella. Todo en su casa estaba igual: luz, agua caliente, gas y teléfono. Se fue al gimnasio por dos horas, como siempre, tomó el auto y en veinte minutos llegó a su trabajo. No había cansancio ni alarmas estomacales, incluso Alberto le llamó como siempre. Al terminar su jornada una amiga le regaló unas fotografías de la fiesta de aniversario.
La muerte y El diablo. La vista llorosa de Lulú observaba espejismos. El sudor, los golpes del corazón y la respiración ahogada de la noche anterior regresaron mientras intentaba desesperadamente llegar al árbol lleno de vida y de sombra que esperaba a un lado de la silla de mimbre del hermoso jardín. No soñaba, no se sabía dormida, sin embargo deseaba tanto tener un poco de abrigo y un abrazo de frescura y olvido cuando sus manos secas y rasposas tocaron su cabeza plana a modo de cinta, formada únicamente por pequeñas ventosas y una corona doble de ganchos, sin rasgos definidos, sin ojos ni un solo cabello; Lulú se sabía de color amarillo con varios segmentos de hermafrodita. Lentamente dejó de apreciarse cuando un canto proveniente del árbol la llamó. Lo siguió como autómata mientras su cuerpo se contorneaba delicadamente en la silla y su mente se aferraba a los recuerdos. La fría soledad le acompañaba, le negó un abrazo pero la cobijaba sin dolor. Un rayo de luz apareció para platicarle de nubes y olores dulces, de ríos escondidos donde solía nadar de adolescente, de niños cantando rondas y de madres arrullando bebés. Lulú moja sus recuerdos para saborear el momento.
Creía conocer el final de la historia tan trillada. Desesperada gritó y sus palabras se ahogaron en una risa loca pero sin mucha vida. Sentía, pensaba, estaba viva. “¡No mires más la fotografía que sólo es una fantasía, destrúyela, aún no estoy muerta!”—le imploraba Lulú. Leo comió un bocado más del fresco desayuno para calmarla, mientras pacientemente veía la fotografía de la fiesta donde él sostenía en su mano izquierda la última carta de la lotería: La serpiente.
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