El camello. El jorobado. El gallo. A pesar del cálido y brillante amanecer que invitaba a desperezarse al aire libre, la torpeza, las fuerzas guangas y el fulgor apagado de Lulú sólo le permitieron arrastrar sus pies hasta el café más cercano. No había razón alguna para ello, tan sólo tuvo mal tino. Era uno de esos días que se antojaban para tocar base y ser un simple espectador. Uno de esos días para contabilizar todo lo pasado o presente y dentro, muy dentro de Lulú, empeñarse en haber vivido otras mil vidas por simple placer. Sentada cómodamente en la silla de mimbre del jardín barajaba las cartas de una lotería olvidada por algún chiquillo. Tampoco importaba entender lo que miraba con exactitud porque ella estaba esperando la llegada de alguien; era un día para no definir y para disfrutar. Por esos presentimientos en días así sabía que no tardaría, después de tanto tiempo se verían las caras, se conocerían y hablarían el mismo idioma.
A Lulú le habría gustado que para el encuentro anónimo el día se hubiera presentado nublado y lluvioso porque si resultaba bien, el clima crearía un espacio idealista; si salía mal, tendría un porqué para echarle la culpa. Una ardilla pasó veloz cerca de sus pies hacia el árbol que le daba una deliciosa sombra, mientras su estómago una vez más le avisaba de cosas sin sentido. Pidió un desayuno ligero para apaciguarlo, para entretenerlo en lo que llegaba su cita. La rana. El tecolote. El pavo real. Igual que este animal Lulú se había pavoneado con el pecho erguido y la cabeza en alto durante la noche de la fiesta de aniversario del trabajo. El alacrán. Esperaba que no fuera eso su cita. El valiente. “Se requieren agallas para comprar o rentar casas. En la actualidad los avisos de ocasión deberían tener esa leyenda, aunque sea con letras pequeñas.” –pensó Lulú. No había sido una labor sencilla y sin mayor trascendencia cuando cambió de residencia, ahí comenzaron sus pesadillas: sueños espantosos donde su estómago le exigía cuidados y atenciones obsesivas. En una de sus tragedias oníricas ella entraba a una casa enorme y lujosa pero absolutamente mugrosa, el sonriente vendedor, con la misma voz de su estómago, le dijo “Se habrá de andar a la caza de un hogar con mucho tiento; no vaya ser el diablo y hasta el pellejo se pierda.”, al tiempo que ésta se transformaba en un horrible y gigantesco gusano que la tragaba, la mayoría de sus sueños terminaban de la misma manera: devorada por algún anélido.
El león. Tardó más de lo que Lulú presintió pero Leo llegó, se sentó y habló primero. Cuando él entraba a una casa pronto debía abandonarla; básicamente no encontraba una que diera el ancho a sus necesidades primarias. Ya sabía que en cuanto comenzaba la picazón debía salir disparado sin más trámite aguardando el momento, o la esperanza, de que un día aparecería ante sí el ansiado nido. En fin era cuestión de paciencia, misma que a Leo le sobraba, como la de un buen cazador que aguarda a su distraída presa. El venado. Lulú seguía manipulando las pequeñas cartas de lotería como si no le interesara nada, distraída. A diferencia de él, para Lulú la vida pasaba rápida y vertiginosa, por eso era tan importante esa cita donde reinaba la sensación de vivir en cámara lenta, definitivamente algo nuevo e inusitado. El hogar no había sido tan importante, como tampoco el detenerse a meditar o, por lo menos, a imaginar lo que necesitaba al siguiente instante, incluso al ir perdiendo ciertas facultades cotidianas le pesaba mucho parar. Ella nada más vivía el momento.
Lulú tenía pocos días sin poder conciliar un placido, reparador y continuo sueño; su cuerpo y sus ojos lo deseaban tanto pero ella sólo atinaba ayudarse con el clásico vaso de leche tibia y un baño de hojas de lechuga: la dejaban somnolienta pero al acostarse con los ojos bien apretados su cuerpo no paraba de rodar por toda la cama. Algunas veces la comida tampoco le caía bien, lograba mantenerlo un par de minutos dentro para luego expulsarlo en un rápido estallido. Desde el amanecer hasta el anochecer un punzante y nervioso dolor en el estómago le reclamaba atención. A cada momento le dictaba “Es ahora, alerta”, mas nada extraordinario sucedía al finalizar la jornada; hasta en su casa le gritaba con fuerza “Mantente alerta, ya está aquí”. Ahora no importaba tanto, consiguió detener el tiempo un día. Un día de esos para consumirse sin hacer ni pensar nada. El oso, un día para invernar.
El ferrocarril. Leo, armado de paciencia, encontró por fin un hogar cálido y confortable. Para cuando la picazón inició él ya estaba perfectamente instalado, de manera que en vez de huir como tantas veces luchó por su espacio. En esta ocasión la diferencia se marcó suave y delicada, fácil para seguir ganando territorio a pesar de sus exacerbados vecinos. Él contó con el apoyo débil y complaciente de un casero que le permitió tirar aquello que le desagradaba. Para Leo no existían los días o las noches, siempre estaba trabajando en su Hogar. Cuando entró su espacio era pequeño, muy pronto comenzó a expandirse y a fusionarse en él. Leo se encajaba y esperaba la calma mientras se desarrollaba hasta quedar descubierto y una vez más se encajaba y esperaba.
El nopal. Antes de ir al trabajo Lulú solía hacer dos horas de ejercicio en el gimnasio para mantenerse en forma, después sólo para hallar el agotamiento necesario. Trabajaba en una tienda departamental a veinte minutos de su casa en carro, obligándose a cambiar de rutina caminaba una hora de trayecto para distraerse. Ni así conseguía la suficiente extenuación mental y emocional para caer rendida a los brazos de Morfeo. Solía pasar frente a una farmacia sin considerar necesario recurrir a ella. Ya comenzaba a notarse demacrada, más delgada de lo acostumbrado, distraída, irritable y algunas veces ausente. El apache. La desesperación más que la fatiga hizo que comprara una prueba de embarazo y un frasco de pasiflora, ambos remedios le arrojaron un resultado negativo. “Entonces, Lulú, ¿qué razón te mantiene alerta de esa forma tan desgastante?” –se preguntaba.
El barril. No había más por hacer en el universo de Leo, todo se resumía en enterrarse, esperar y crecer una y otra vez. Al principio sentía fuertes y bruscos movimientos, no le molestaban porque le ayudaban a camuflar sus pausados y espaciados estados de avance. En un dar tiempo al tiempo se encontró con la gratísima sorpresa de haber logrado el dominio entero del piso donde inició --El elefante--, su cada vez rechoncho cuerpo lo cubría por completo: “Nadie en la familia lo ha hecho de este tamaño.” –se ufanaba Leo. La estrella. Definitivamente no daría marcha atrás; de él podría decirse que era ignorante pero su tesón por generar un nido lo convertía en un estratega de primer nivel, más si su prioridad eran sus hijos.
La chalupa, El borracho y La luna. Lulú vivía sola en un departamento. Ocasionalmente su amante la visitaba –cuando conseguía separarse de su esposa e hijos--; los fines de semana se divertía con amigos después de estar parada muchas horas arreglando y vendiendo lencería; y en su día de descanso, los lunes, visitaba a sus familiares en las afueras de la ciudad. Pero nada de eso era para preocuparse o para que su estómago estallara en zozobras tormentosas. Sin importarle donde estuviera éste nunca la dejaba en paz. El médico del trabajo le había dicho que todo estaba bien. Lulú ya empezaba a acostumbrarse, tanto así que por un tiempo logró nulificar las tontas advertencias de su panza, pero ésta encontró nuevas maneras de alterarla y llevarla hasta la paranoia.
Su cada vez acelerado crecimiento y desarrollo le dieron un respiro para disfrutar en familia; sus hijos, igualmente lentos, aprendían de Leo a sobrevivir y a dominar lo ya conquistado, pequeños pininos de entrenamiento. La bandera. Por un tiempo tuvieron la oportunidad de ir y venir dentro del campo sometido, de regar la semilla para futuras generaciones. Entre más vencido se encontraba el territorio, más perseguía y deseaba, avanzaba ya sin tanto miramiento y sin tanta espera. La palma y El negrito. En cierta forma la familia de Leo se benefició de una rutina simple y común: ellos disfrutaban de aquello que la cabeza de la familia les proveía.
El perico, El pescado y La sirena. Tanto éxito jamás imaginado cambió a Leo inesperadamente: antes paciente y torpe, ahora ágil y voraz; un extremista sin conciencia que con ataques directos consumía rápido sin mostrar pena por los daños provocados, el reposo y la espera las dejo para los inexpertos. Aquel cálido y confortable Hogar se había convertido en un campo de batalla sin cuartel que estaba dispuesto a poseer hasta sus últimas consecuencias. Leo consideró que había llegado el momento de abandonar el campamento para una ofensiva frontal.
Lulú cortó su relación con Alberto pensando que quizá una sospechosa y recelosa esposa había mandando a alguien para seguirla y tomarle fotografías. El cirquero. Dejó de abrir las cortinas de su apartamento y de prender las luces cuando llegaba por la noche: en la entrada puso una vela para alumbrarse débilmente. También abandonó el gimnasio, a diario caminaba por diferentes calles usando gabardina y lentes anchos siempre vigilando por encima de su hombro, mientras tanto su alarmado estómago seguía con más fuerza reclamándole atención “Ya viene, está por llegar”. El payaso. La dama. Un punzante dolor se clavó indefinidamente en la boca del estómago provocándole asco y mareo y pesados y permanentes calambres en las extremidades que le obligaron a quedarse recluida en casa.
La garza. El caballo. Un Leo intolerante ante cualquier brusco movimiento terminó por manejar la situación a placer y conveniencia. En su mira sólo encontraba enemigos que debía destruir para evitar ser despojado de su espacio, en la ceguera comió a sus hijos y a otros familiares que ya se habían unido a su batalla. Lulú vendió su auto, cortó los servicios de teléfono, luz y gas, también olvidó a sus amistades y familiares. Únicamente vivía para escuchar a su estómago que impertinente y caprichoso cada día le exigía dar un poco más. Leo fue más allá, subyugó a su inútil casero convirtiéndolo en su marioneta. Esclavo y autómata seguía las indicaciones: “come, ve al baño, abre la boca, vomita; siéntate; báñate; siéntate; ve al baño, abre la boca y vomita”. Así se le iba el día entero. Si por algún motivo se le ocurría dormir recibía fuertes descargas eléctricas en el abdomen seguidas de “Ya llegó, viene por ti. Cuidado”.
El sol. Lulú ya no dormía ni se movía, nada más tomaba agua y comía muy poco. Lulú moriría mientras Leo, de un tamaño inverosímil, se engolosinaba, se enamoraba y entablaba una relación estrecha con la conciencia planeando su futuro cercano. El cupido. La corona. El corazón de Lulú dio señales de vida, golpeó tan fuerte contra su pecho que la despertó bañada en sudor. “Otra pesadilla. Otro día”—pensó ella. Todo en su casa estaba igual: luz, agua caliente, gas y teléfono. Se fue al gimnasio por dos horas, como siempre, tomó el auto y en veinte minutos llegó a su trabajo. No había cansancio ni alarmas estomacales, incluso Alberto le llamó como siempre. Al terminar su jornada una amiga le regaló unas fotografías de la fiesta de aniversario.
La muerte y El diablo. La vista llorosa de Lulú observaba espejismos. El sudor, los golpes del corazón y la respiración ahogada de la noche anterior regresaron mientras intentaba desesperadamente llegar al árbol lleno de vida y de sombra que esperaba a un lado de la silla de mimbre del hermoso jardín. No soñaba, no se sabía dormida, sin embargo deseaba tanto tener un poco de abrigo y un abrazo de frescura y olvido cuando sus manos secas y rasposas tocaron su cabeza plana a modo de cinta, formada únicamente por pequeñas ventosas y una corona doble de ganchos, sin rasgos definidos, sin ojos ni un solo cabello; Lulú se sabía de color amarillo con varios segmentos de hermafrodita. Lentamente dejó de apreciarse cuando un canto proveniente del árbol la llamó. Lo siguió como autómata mientras su cuerpo se contorneaba delicadamente en la silla y su mente se aferraba a los recuerdos. La fría soledad le acompañaba, le negó un abrazo pero la cobijaba sin dolor. Un rayo de luz apareció para platicarle de nubes y olores dulces, de ríos escondidos donde solía nadar de adolescente, de niños cantando rondas y de madres arrullando bebés. Lulú moja sus recuerdos para saborear el momento.
Creía conocer el final de la historia tan trillada. Desesperada gritó y sus palabras se ahogaron en una risa loca pero sin mucha vida. Sentía, pensaba, estaba viva. “¡No mires más la fotografía que sólo es una fantasía, destrúyela, aún no estoy muerta!”—le imploraba Lulú. Leo comió un bocado más del fresco desayuno para calmarla, mientras pacientemente veía la fotografía de la fiesta donde él sostenía en su mano izquierda la última carta de la lotería: La serpiente.
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